martes, 1 de marzo de 2011

Bonaval

Podría recoger una serie bibliográfica y hacer un resumen de la historia del monasterio de Bonaval, o coger un libro y fusilar párrafos enteros para dar una descripción detallada de sus maravillas, o, en un ataque absoluto de bravuconería y pasotismo senil, copiar de una página web cualquiera. Pero no es intención mía aburrir al lector con datos archirrepetidos hasta la saciedad como una orgía de palabras huecas faltas de originalidad. Prefiero dejar plasmadas nuestras sensaciones de la manera que el alma trata de dictar mientras el corazón marca el ritmo en forma de tambores de procesión.


Porque el monasterio de Bonaval es un lugar tétrico. Cuando cogimos el camino que une Retiendas con las ruinas, el sol acababa de esconderse tras las montañas y desprendía sus últimos rayos antes de fenecer definitivamente, y la gente retornaba deprisa hacia sus coches. Nadie quería ser el último en ver las piedras retozando entre el suelo y el cielo. Quizá por eso nos miraban con satisfacción al cruzarnos con ellos en dirección contraria.

Las ruinas de Bonaval, solitarias, en medio de un profundo hoyo y rodeadas de espesa vegetación, esconden una magia poco agradable. Entre esas paredes sin techo, largos ventanales que no iluminan nada y grandes cúpulas apuntadas sin imágenes que proteger, a la par que el sol muestra cada vez menos vida, la idea de encontrarse en una historia de Edgar Allan Poe es mayor. El escalofrío es la sensación más vana que se puede sentir entre los cuatro muros, también la más habitual. Tan habitual como la admiración a la belleza que todavía, aún envejecida, muestran las vetustas calizas.


El viento silbaba entre las hojas de los árboles y los últimos rayos de sol trataban de crear sombras intermitentes, como si una jauría de espíritus correteasen entre las piedras caídas en el suelo. Eran los últimos instantes propicios para tomar unas pocas fotografías antes de que la tensa calma acabese coiméndome la paciencia. Fotografías hermosas, cautas, muy silenciosas. Se nota que al lugar, triste, no le gusta la soledad, pero la asume. La asume con mucha resignación.

No había más tiempo si queríamos llegar a Retiendas viendo algo de camino. La luna era menguante y tardaría en salir. La vuelta fue muy rápida, sobre todo a partir de que nos cruzamos a un grupo de cuatro jóvenes en dirección contraria. Fue toda una satisfacción.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

David! me encanta cómo escribes :)
te nombraré escritor en mi futuro reinado jajaja

David Esteban Serrano dijo...

¡Exagerá! ;)

Anónimo dijo...

pero a que nunca te habían dicho eso?
;)